Una mañana de mayo de 1927, el investigador Wilhelm Schmidt fijó un termómetro de mercurio a la puerta de su coche y circuló por Viena durante tres horas mientras medía la temperatura. Los mapas térmicos resultantes mostraban áreas más calientes que coincidían con «las partes densamente construidas del centro de la ciudad» y contornos más fríos que delimitaban las zonas arboladas, los parques y los cursos de agua. El trabajo de Schmidt fue el primero en ubicar las «islas» de calor de una ciudad en un «mar» circundante de temperaturas inferiores.
Durante la ola de calor que azotó Europa en 2003, esas islas estuvieron vinculadas con aproximadamente el 50 por ciento de las muertes atribuibles al calor en varias regiones de Inglaterra, así como con el incremento de mortalidad entre los ancianos de París. La Agencia de Protección Ambiental de EE.UU. cita estas zonas como una de las principales causas de las 702 muertes anuales por calor que registró de media ese país entre 2004 y 2018. Más de la mitad de la población mundial vive en ciudades, lo que agrava los efectos locales del calentamiento global, y la situación va a peor.
La meteoróloga de la Universidad de Toulouse Eva Marques y sus colaboradores han usado una versión moderna de la técnica de Schmidt para cartografiar áreas de calor peligrosas. Su método emplea los termómetros de los turismos conectados a Internet para representar las variaciones de temperatura que se producen al desplazarnos tan solo unas pocas manzanas. Esos datos ayudarían a los urbanistas a desarrollar estrategias de mitigación del calor en lugares sin acceso a instrumentos complejos.
Las islas de calor urbanas surgen cuando la cubierta natural del suelo es reemplazada por asfalto, hormigón, acero u otros materiales que absorben y retienen más calor que su entorno. Como resultado, esas zonas permanecen a mayor temperatura, en especial durante la noche. Las islas de calor también afectan a la calidad del aire de las ciudades, pues influyen en la humedad y en la forma en que los contaminantes se distribuyen en la atmósfera. «Con el aumento de fenómenos extremos como las olas de calor, es preciso replantear el diseño de los espacios urbanos», advierte Marques.
Muchas ciudades carecen de redes de estaciones meteorológicas para realizar un seguimiento exhaustivo de las islas de calor, así que Marques y sus colegas recurrieron a los sensores conectados a Internet de los automóviles, que son cada vez más habituales. Primero recopilaron las temperaturas medidas por los vehículos en la ciudad de Toulouse (que dispone de estaciones meteorológicas de alta resolución con las que comparar) y examinaron el efecto de factores como las corrientes de aire sobre la precisión de los termómetros instalados en los coches. A continuación, elaboraron mapas de temperatura de varias ciudades de Europa occidental, usando una base de datos con millones de mediciones que había reunido un fabricante de automóviles entre 2016 y 2018.
Los investigadores descubrieron que podían calcular de manera fiable las variaciones de temperatura en espacios de tan solo 200 por 200 metros a partir de datos detallados obtenidos a intervalos de 10 segundos. Este método les permitió evaluar el calor a pie de calle, donde las temperaturas varían localmente en función de la actividad humana, la geometría urbana tridimensional y la circulación del aire. Su trabajo se detalla en Bulletin of the American Meteorological Society.
«Los datos meteorológicos que registran los vehículos conectados a Internet representan una fuente desaprovechada de observaciones a microescala», según Amanda Siems-Anderson, científica del Centro Nacional de Investigación Atmosférica de EE.UU. (NCAR) ajena al estudio. «Este artículo ilustra un uso novedoso de esos datos.» Iain Stewart, experto en climatología urbana de la Universidad de Toronto que tampoco participó en el trabajo, añade que «es sugerente y señala futuras posibilidades para la recogida de datos en las ciudades».
Los sensores instalados de serie en los coches pueden proporcionar una gran cantidad de información meteorológica y climática, subraya Siems-Anderson. El reto estriba en garantizar la coherencia y la calidad de los datos, así como en construir una infraestructura robusta que permita extraerlos de un número suficiente de vehículos. Por ejemplo, el NCAR ya recopila datos de automóviles para complementar las predicciones meteorológicas mediante un sistema que se actualiza cada cinco minutos. Pero esos proyectos «suelen emplear entre diez y varios cientos de vehículos especiales, que no ofrecen una cobertura adecuada a menos que se encuentren en un área muy reducida», explica Siems-Anderson. Ir más allá de los estudios piloto requeriría un aumento de escala drástico. Además, es crucial controlar la calidad de los datos eventuales procedentes de vehículos que circulan casualmente por una determinada zona.
Las autoridades trabajan para lograrlo. En Estados Unidos, distintas iniciativas locales, estatales y nacionales aspiran a instalar y operar infraestructuras que recojan y procesen los datos de los vehículos conectados, así como a mejorar la precisión de las investigaciones del clima urbano impulsadas por la comunidad. El Departamento de Transporte, por ejemplo, ha desarrollado programas piloto en lugares como Nueva York y Wyoming para monitorizar el tráfico y las condiciones meteorológicas. Con el tiempo, esos datos podrían llenar los vacíos que dejan las estaciones meteorológicas fijas y permitir la localización y el seguimiento de las islas de calor urbanas, entre otras aplicaciones.
«Nuestros mapas ayudarían a entender mejor cómo influyen los cinturones verdes, los nuevos edificios y las masas de agua en las variaciones locales de temperatura», asegura Marques. Su objetivo es facilitar información sobre el clima urbano de cara a la elaboración de políticas. Por ejemplo, su equipo colabora con los funcionarios municipales de Toulouse para conseguir que los patios de los colegios sean espacios más verdes e identificar los barrios que precisan reformas para refrigerar los edificios de un modo más eficiente, aunque aún no han hecho uso de los mapas generados por vehículos. Y algunas pequeñas ciudades francesas quieren emplear mapas de calor para evaluar las condiciones urbanas, a pesar de no contar con complejas redes de estaciones meteorológicas, asegura Marques. «La recogida colaborativa de datos ofrece nuevas esperanzas de crear y compartir mapas con estos municipios en los próximos años», añade.
Según Stewart, es difícil elaborar mapas de temperatura tan precisos como para utilizarlos en la planificación urbanística, y la recopilación colectiva de los datos necesarios aún se halla en sus primeras etapas. Lo ideal sería que los mapas también incluyeran lugares más apartados donde se congrega la gente. Sin embargo, según Stewart, con el tiempo «las ciudades calurosas y masificadas de los países más pobres serán las que más se beneficien» de los mapas térmicos colaborativos. En el pasado, la climatología urbana no se ha ocupado demasiado de las ciudades con rentas bajas situadas en regiones tropicales, y muchas de ellas aún no tienen acceso a instrumentos de los que disfrutan otras partes del mundo, aunque están entre las más vulnerables al calentamiento urbano.
Disponer de mapas más detallados de esas ciudades ayudaría a los urbanistas a diseñar estrategias de mitigación y adaptación climática para lidiar con los puntos problemáticos de cada isla de calor. «La ventaja de este enfoque es que hay coches por todas partes», concluye Stewart, «así que tenemos el mundo entero al alcance de la mano».